Los Judíos, Ucrania y mi familia

 LOS JUDÍOS, UCRANIA Y MI FAMILIA

 

En el año 2018 la revista española Raíces publicó una “Carta desde Caracas” escrita por mí sobre la saga sefardí de la familia de mi padre. Recientemente, se la reenvié a una buena amiga y ella me preguntó: “¿Y la familia de tu mamá?”.

 

Ucrania

 

Encuentro complicado y a veces difícil de entender la historia centroeuropea de la Edad Media. No es mi experticia, pero trataré de una manera sencilla de echar el cuento. Y quien lea que le dé rienda suelta a su imaginación…


Tribus finesas y eslavas en los alrededores del año 900 se asentaron en el centro este de Europa y, lideradas por el príncipe Oleg de Novgorod, fundaron el poderoso estado Rus de Kiev, que ocupó más de un millón de km2, un rectángulo desde el mar Báltico hasta las orillas del mar Negro. El río Dniéper lo atravesaba casi por la mitad de norte a sur originándose en lo que es la Rusia centroccidental actual descendiendo a través de Bielorrusia y Ucrania hasta desembocar en el mar Negro. Organizado en varios principados, tendrían su capital en Kiev, a las orillas del río, en el centro del territorio.


Prosperaron por poco más de dos siglos, pero guerras intestinas, la aparición de las cruzadas, que deterioraron las rutas comerciales entre Oriente y Occidente, y treinta y cinco mil arqueros a caballo de la Horda de Oro mongol decretaron la caída del Rus de Kiev en el año 1240. Se originaron tres estados eslavos, la República de Novgorod, el Principado de Moscú y el Reino de Rutenia (Ucrania), que dieron lugar a tres nacionalidades: bielorrusa en el noroeste, rusa en el noreste y ucraniana en el sur. A poco más de cien años, Novgorod cayó bajo el Principado ruso; y el Reino de Rutenia, en manos de la República de las Dos Naciones o Mancomunidad Polaco-Lituana. El Principado de Moscú se extendió hacia el este y prosperó hasta que el príncipe Iván IV, el Terrible, considerado el creador del estado ruso, en 1533 se convirtió en su primer zar. La Mancomunidad Polaco-Lituana, que abarcaba los actuales países bálticos, además de Polonia, Ucrania, Bielorrusia y parte de Rusia occidental, originalmente tolerante y políticamente liberal, se fue dividiendo progresivamente hasta que, en el año 1795, desapareció del mapa europeo, repartida entre el Imperio ruso, el Reino de Prusia y el Imperio austríaco. Y todo comenzó con la rebelión de Jmelnitski.


Los cosacos eran originalmente tribus eslavas seminómadas que se establecieron poco antes de la invasión mongol en las estepas ucranianas, que, junto con campesinos lugareños descontentos, establecieron con el tiempo un semiestado militar en Zaporiyia, al sur, en la orilla este del río Dniéper. Los nobles polacos eran grandes latifundistas y católicos. La explotación de la mano de obra y la supresión de la Iglesia ortodoxa produjo en 1648 un levantamiento popular conducido por Bogdán Jmelnitski, una suerte de Tarás Bulba, considerado el creador del primer estado ucraniano de los tiempos modernos. Logró la independencia del Reino de Rutenia de los polacos cometiendo en el camino crímenes atroces, alguno de los cuales voy a contar. Esa autonomía ucraniana fue pasajera porque, a cambio de patrocinio militar, diez años más tarde, se sometieron al Imperio ruso, del cual se liberaron brevemente después de la Primera Guerra Mundial para ser incorporados por los bolcheviques a la Unión Soviética en 1921. Finalmente, tras la caída del Muro de Berlín, lograron su independencia en agosto de 1991.

 

Los judíos

 

La historia depende más del período en que fue escrita que del período que pretende describir (Julius Wellhausen).

 

Y también de quien la escribe, dirían muchos…


Tribus túrquicas se establecieron alrededor del año 500 entre el mar Negro y el mar Caspio. Se extendieron hacia el norte, ocupando parte de lo que hoy es Rusia occidental y el este de Ucrania; y fundaron el Kaganato jázaro. Después de un período de esplendor, el Imperio jázaro cayó en manos de sus vecinos árabes, bizantinos y de nuestro príncipe Oleg de Novgorod, que los terminó de conquistar para fundar el Rus de Kiev. Lo que quedó de ellos lo arrasó el mongol a caballo.


Cuenta la leyenda que José, kan jázaro, se convirtió al judaísmo en el año 751 junto con todo su reino. Se reconocían como descendientes de un nieto de Noé. Algunos historiadores los vinculaban a las diez tribus perdidas de Israel. Lo cierto es que no hay evidencias históricas concretas de que esta conversión haya tenido lugar. Lo que sí es indiscutible es que había judíos jázaros en Kiev al momento en que Oleg llegó. Oleg fue asesinado en una guerra local y Volodímir I, su hermano, se convirtió en príncipe gobernante.

Volodímir quería convertirse a una de las religiones de las Sagradas Escrituras. Para tomar la decisión, convocó a una corte de representantes del islam, Iglesia católica, Iglesia cristiana ortodoxa y judíos jázaros. La prohibición del alcohol en el islam para aquellos cosacos precoces no era una opción. Se decidieron por la Iglesia ortodoxa. Volodímir se convirtió en el año 988, dando paso a la cristianización del Rus de Kiev.


La migración judía hacia Europa Central aumentó para el año 800, tiempos de Carlomagno, que fue tolerante y trajo estabilidad económica. Se fueron concentrando alrededor de la zona del Rin, conocida como Ashkenaz desde los tiempos del Talmud babilónico. Hablaban el yiddish por encima de cualquier otro idioma. Las cruzadas y las expulsiones en los siglos xiii y xiv de los judíos de Inglaterra, Francia y parte de Alemania los empujaron hacia el este, Polonia, Lituania y Rusia. Dedicados mayormente al comercio y las finanzas, prosperaron. Para el siglo xv, en la República de Las Dos Naciones, la comunidad judía de Polonia era la más grande de la diáspora. Entre los asquenazíes, Polonia, solían decir, era el paraíso de los judíos, el infierno de los campesinos y el purgatorio de los plebeyos…, todo controlado desde las alturas por los nobles polacos.


En este reino, los hijos de Israel disfrutaron de libertades religiosas. Les dieron la exclusividad de destilar y vender bebidas alcohólicas. Además, se convirtieron en los administradores de los latifundios polacos en la Rutenia del este. El método aplicado resultaba muy sencillo y mezquino, los nobles tomaban dinero de los hebreos y luego les pagaban con las deudas de las gentes que laboraban en sus tierras, dejando a su cargo el cobro de la gestión. O recolectando onerosos impuestos por usufructo de las tierras, peajes en los puentes, hasta por el uso de las Iglesias para bautizos, bodas y etc. En las mentes de los campesinos, sus opresores eran los hebreos y no los príncipes, que eran polacos, nobles y católicos.

Una rebelión se inició por disputas entre el príncipe y general polaco, Joraczy, y un líder cosaco de la baja nobleza que comulgaba, como todos los campesinos, en la Iglesia de Bizancio, Bogdán Jmelnitski. La rivalidad entre ellos hizo que Joraczy le confiscara la mitad de sus bienes. Jmelnitski juró vengarse. Y bien que lo hizo…


Bajo la bandera de la lucha contra el despotismo de los príncipes y de sus aliados judíos, en 1648, levantó una legión de sesenta mil hombres con la que atacó a los ejércitos de Joraczy. Y arrasaron.

Las violaciones, raptos, decapitaciones y saqueos marcaron la pauta. Pero contra los judíos hubo una saña particular. La prensa, hoy en día, advierte primero antes de mostrar imágenes sensibles. Yo también advierto que las próximas descripciones son terribles y sensibles. Haré un copy paste de Leonardo Padura en Herejes, de algunos extractos que probablemente tomó de las crónicas de Nathan de Hannover:

 

Ebrios de odio, alcohol y deseos de venganza, los cosacos se entregaron entonces a practicar las más increíbles maneras de provocar sufrimientos y dar muerte. A unos hombres podían arrancarle la piel y lanzar la carne a los perros; a otros les cortaban las manos y los pies y los tiraban en el camino de la ciudadela para que los caballos los pisotearan hasta que les llegara la muerte; algunos más fueron descuartizados vivos, o abiertos en canal como pescados y colgados al sol… Pero la escala de ascenso de la crueldad no estaba aún recorrida: a las mujeres, si estaban embarazadas, les abrían el vientre y les extirpaban los fetos; a otras les rajaron los vientres y dentro les metieron gatos, aunque antes habían tenido la precaución de cortarles las manos para que así no pudieran sacar a los animales que se revolvían en sus entrañas. Algunos niños fueron matados a palos o golpeados contra las paredes y luego asados en el fuego y traídos a sus madres para obligarlas a que los comieran, mientras sus verdugos anunciaban: “Es carne kosher, es carne kosher, lo desangramos primero”.

 

No se sabe con exactitud el número de muertos. Probablemente, decenas de miles. El holocausto nazi, en crueldad, no en cantidad, palidece un poco ante estos eventos, considerados como la primera catástrofe genocida de la historia moderna de los judíos.


Hasta el día de hoy, Bogdán Jmelnitski es considerado el gran defensor de la Iglesia ortodoxa y padre de la patria ucraniana. El billete de cinco grivnas, moneda local, lleva su imagen, al igual que el anverso de varias monedas conmemorativas y estampillas ucranianas. Una gran estatua de él se encuentra en Kiev en un céntrico distrito frente a la Catedral de Santa Sofía. Si el carismático actor de Hollywood Yul Brynner, que era ruso, hubiera sabido que, en esa película “épica y romántica”, a Tarás Bulba, personaje de la novela rusa de Gógol de 1835, lo iban a relacionar con Jmelnitski, no creo que hubiera aceptado ese papel.


A pesar de estos eventos, las comunidades judías crecieron concentrándose en Ucrania por encima del resto del Imperio ruso. También continuaron los pogromos. Se profundizaron los sentimientos antisemitas tras el asesinato del zar Alejandro II gracias a que uno de los cómplices era judío. Desde 1821 hasta 1905 y luego entre 1919 y 1921, durante la guerra de Independencia, hubo entre treinta y setenta mil judíos masacrados y saqueados producto de mil trescientos pogromos dispersos desde Odessa hasta Kiev. La mitad, perpetrados por el ejército de la República Popular de Ucrania, declarada como tal en 1917, patrocinados por su presidente, Symon Petliura, asesinado en revancha luego en París por un judío anarquista. El resto, por civiles y miembros de los ejércitos revolucionarios. Medio millón de judíos se quedaron sin hogar. En 1921, forzados por los bolcheviques, los ucranianos se constituyeron en la República Socialista Soviética de Ucrania.


El llamado Holodomor, período de hambruna entre 1932 y 1933, producto de la colectivización de las tierras agrícolas, produjo diez millones de fallecidos por inanición en Ucrania. Si fue una política expresa de aniquilación de la disidencia o no, es motivo todavía de discusión. Pero lo que nadie duda es que los ucranianos no les perdonan este genocidio a los rusos ni a Lázar Kaganóvich, judío, promotor de esa política y uno de los comisarios ejecutores.


La invasión alemana a la URSS en junio de 1941 profundizó aún más el sentimiento antisemita. Al retirarse el Ejército Rojo, se desataron nuevos pogromos en varias ciudades. En Lviv, siete mil judíos fueron asesinados en las calles a golpes, patadas y acuchillados, obligados previamente a caminar desnudos; y las mujeres, violadas. En la villa rural de Stanesti de Jos, de mi particular interés (y ya contaré por qué), en julio de 1941, fueron cientos los acribillados.


El 26 de septiembre de 1941, los nazis ocuparon Kiev. Había doscientos mil judíos entre los ochocientos mil habitantes. Les ordenaron presentarse al siguiente día cerca de un cementerio hebreo. Llegaron treinta y tres mil. Custodiados también por la Policía local, marcharon hacia las afueras de la ciudad, a un barranco llamado Babyn Yar. Obligados a desnudarse en la orilla, fueron víctimas del fuego de ametralladoras. En cuarenta y ocho horas, todos fueron asesinados. Los cadáveres cayeron al fondo en aquella fosa natural. Fue el inicio del Holocausto. En los siguientes dos años, eliminaron a setenta mil más, incluidos unos pocos enfermos psiquiátricos, gitanos y prisioneros de guerra. Siempre con la colaboración de los civiles o como mínimo con su indiferencia…

 

Mayo del 2019

 

Viajar es una medicina contra la ignorancia. (No sé quién lo dijo).

 

El 5 de mayo del 2019, me monté en un avión de Ukrainian International Airlines en el aeropuerto JFK en Nueva York, rumbo a Kiev. Al abordar, tuve el primer contacto con Europa del Este. Lleno de locales, todos amables. Bien atendidos, aterrizamos diez horas más tarde en Borýspil. El aeropuerto, grande y moderno, estaba repleto de gente y actividad. El wifi era rápido, gratuito, impecable. Llamé a un rabino amigo en Caracas, cuya familia era de ahí. Hablamos perfectamente. Recuerdo que le pregunté por un muchacho de nuestra comunidad que trabajaba como rabino en Ucrania, pero no sabía dónde. Jarkov, me dijo. Me pareció el fin del mundo. (Recién me enteré de que llegó a Israel sano y salvo con toda su familia al poco tiempo de estallar la guerra actual). Ahora, con la cobertura de la invasión rusa, todos esos nombres y su ubicación geográfica resultan familiares. La conectividad siempre refleja el grado de desarrollo de un país. Luego descubriría que estaba en uno de los más avanzados en tecnología de la región.


Viajé con un primo hermano materno. Él nació tres meses antes que yo en Bucarest, de donde salió a los veintiún años hacia París para terminar sus estudios y finalmente decantar en EE. UU. Compartimos los mismos abuelos. Íbamos a conocer el pueblo en donde nació mi mamá, en el óblast de Chernivtsi, al suroeste de Ucrania. Actualmente, él dirige una fundación que rescató y preserva el cementerio judío de Czernowitz, la capital del óblast, en donde viven hoy en día novecientos judíos, pero hay sesenta y cinco mil tumbas abandonadas. Mi primo había estado un par de veces y conocía la zona, era el “baqueano”.

Kiev milenaria resultó una sorpresa: vibrante, con grandes autopistas y edificios modernos, sumados a los de la era soviética; iglesias ortodoxas con cúpulas doradas casi que en cada esquina. La devoción es incuestionable. El río, el de siempre, el Dniéper, que es navegable, la atraviesa por el centro. Sobre la orilla oeste, múltiples colinas y en una, la Catedral de Santa Sofía, allí donde se convirtió el primer Volodímir. Cruzando la calle, al borde de un risco con la vista sobre el valle y la ciudad, el azul Monasterio de San Miguel, desde donde los reporteros de todas las agencias noticiosas dan el parte diario de la guerra. A pocos metros, la estatua del gran “héroe” Jmelnitski, mirando simbólicamente hacia oriente.


Estuvimos en la plaza (maidan) de la Independencia, cerca, en el centro, imponente, con sus fuentes de agua y un obelisco de sesenta metros de altura. Haciendo una semicircumferencia a su alrededor, pequeños mausoleos en conmemoración de las dos revueltas que ahí tuvieron lugar. La primera, la Revolución Naranja del 2004, que produjo un cambio de Gobierno posterior a un fraude electoral prorruso; y la más conocida, la Europeísta, en noviembre del 2013, con más de cien muertos, que terminó con la salida de Yanukovich, presidente del momento. Por debajo, pasillos comerciales subterráneos y las escaleras hacia el metro más profundo del planeta (donde la gente buscó refugio de las bombas rusas).

Caminando por la zona en un barrio cercano, nos tropezamos con un bar que celebraba su aniversario con mesas en la acera, música en vivo, gente joven de muy buen ver. Celebraban con alegría, tomaban, fumaban de todo, bailaban en el medio de la calle. ¡Tengo vídeos! Por supuesto que visitamos la casa donde nació Golda Meir. Golda (originalmente Mayerson) migró a Wisconsin, EE. UU., con su familia a los ocho años, en 1906. Militante del movimiento sionista, fue el primer embajador en la Unión Soviética del novel Estado de Israel en 1948, convirtiéndose luego en su primer ministro desde 1969 hasta 1974. Sholem Aleijem (Rabinowitz), prolífico escritor, humorista, en idioma yiddish, autor de El violinista sobre el tejado, tiene un monumento en su honor inaugurado en 1997, en el barrio donde vivió antes de mudarse a Nueva York en 1905. Todos siempre escapando de los pogromos. El tour judío terminó en Babyn Yar …

Estudié primaria y bachillerato en el colegio hebreo de Caracas. Una de las bases de mi educación fue no olvidar. Cada año, en la conmemoración del levantamiento del gueto de Varsovia, una muy querida maestra de hebreo y yiddish organizaba un acto para todo el estudiantado. Cantábamos el himno de los partisanos, recitábamos en voz alta los nombres de los campos de concentración: Auschwitz, Bergen-Belsen, Buchenwald, Dachau, Majdanek, Treblinka… Nunca escuché el nombre Babyn Yar. En mi visita descubrí por qué.


Aquellos treinta y tres mil asesinados allí en las primeras cuarenta y ocho horas de la toma de Kiev por los nazis, la mayor matanza de los Einsatzgruppen, más el resto, que sumaron en dos años a más de cien mil, al término de la guerra, la URSS los reconoció como ciudadanos soviéticos, no como un Holocausto judío. En su retirada, los alemanes, tratando de borrar las huellas de la atrocidad, exhumaron muchos cadáveres para quemarlos. ¡Por meses, Kiev estuvo envuelta en una nube con olor a muerto!


Babyn Yar, hoy en día, es un parque, o era, porque hace poco cayó un misil ruso. El barranco está cubierto por la vegetación. Hay caminerías y lápidas dispersas. El público pasea con niños y bicicletas sobre un cementerio gigante. En 1976, fue inaugurado allí un gran monumento dedicado a los ciudadanos soviéticos caídos durante la ocupación nazi. Para ellos, fue una guerra entre el fascismo y el comunismo, en donde todas las víctimas eran iguales. Victimizar a los judíos no era la idea, y menos en un evento en donde los ucranianos tuvieron su cuota de culpa. El silencio duró hasta 1991, al independizarse Ucrania de la Unión Soviética. El 29 de septiembre de ese año, con motivo del 50.º aniversario de la masacre, se instaló otro monumento, más pequeño y discreto, una menorah, como reconocimiento público a los judíos asesinados en ese lugar.

 

Los Karpel

 

Continuamos el viaje hacia lo que era nuestro destino principal. Siempre supe que mi mamá había nacido en Rumania en 1919. Ella hablaba alemán y el yiddish. Bucovina era una provincia de 25000 km2 situada al noreste de los Cárpatos, poblada por eslavos desde el siglo vii, principado de la Rus de Kiev, luego de la Mancomunidad Lituano-Polaca y de Moldavia, esta última bajo el dominio tributario otomano desde 1538. En 1774, el Imperio ruso se la quitó a turcos y luego ellos la cedieron en una negociación territorial al Imperio austríaco. Al término de la Primera Guerra Mundial, pasó a formar parte de Rumanía.


Como consecuencia del famoso tratado de no agresión Molotov-Ribbentrop entre la URSS y la Alemania nazi en 1940, la mitad norte de Bucovina fue cedida a los soviéticos. Desde entonces, es parte del territorio de Ucrania. Czernowitz, la “Viena del este”, también la “Jerusalén sobre el río Prut”, la próspera capital de la región, tenía antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial ciento noventa mil habitantes, noventa mil eran judíos, la mayoría empresarios, intelectuales, escritores, profesores, abogados, médicos, músicos… El resto de la población estaba dividida casi en partes iguales, entre alemanes, rumanos y ucranianos. Con el inicio de la operación Barbarroja, ante la invasión alemana, los rusos abandonaron este territorio para darle paso a los rumanos apoyados por los nazis. Crearon un gueto en donde hacinaron a cincuenta mil judíos que luego fueron deportados a Transnistria.


Transnistria era una región extensa desde Moldavia hasta el río Dniéper, en Ucrania tomada por Rumanía al comienzo de la guerra. Los judíos de Rumanía y Ucrania eran trasladados en trenes a las poblaciones de la zona abandonados a su suerte en barracas, sin comida, ropa ni atención médica. Cerca de trescientos mil judíos murieron allí de hambre, frío y de enfermedades infectocontagiosas. La región autónoma o la autoproclamada República de Transnistria, esa que está bajo amenaza hoy, es una franja mucho más pequeña ubicada dentro de la frontera este de Moldavia.


Después de un vuelo de cuarenta y cinco minutos desde Kiev, aterrizamos en Czernowitz, al suroeste, en un aeropuerto bastante rústico. Nos esperaba un miembro de la escasa comunidad hebrea del lugar. Con una población de doscientos cincuenta mil habitantes, me pareció un “pueblo”. Las calles eran de piedra y algunas pocas mal asfaltadas. Aun así, me gustó. Fue un viaje al pasado austro húngaro. Parques, bosques, estatuas…, todo muy bien cuidado. En el centro, una plaza y dos calles principales, una convertida en bulevar con algunas tiendas, restaurantes y cafeterías con la típica pastelería vienesa, por donde solía pasear el emperador Francisco José. Los edificios y las casas, de diseño neobarroco del 1900. Siempre los monumentos de la era soviética en algún lado. La presencia judía, el edificio Zuckerman, las losas de Leon Schrenzel, la Gran Sinagoga, la convertida en un cine conocido como la Cinemagoga…


Por supuesto que fuimos a chequear el cementerio. Las sesenta y cinco mil tumbas estaban en un terraplén elevado en las afueras con una vista panorámica de la ciudad. Mausoleos de todos los tamaños; lápidas orientadas hacia oriente y occidente, con flores, fotos de los difuntos, en múltiples idiomas (alemán, hebreo, yiddish, ruso); y un área con un pequeño obelisco con una luna menguante y una estrella en el tope, en memoria de once soldados turcos, musulmanes, enterrados ahí, caídos en la Primera Guerra Mundial. Me dijeron que fue el único lugar que permitió su sepultura.


La comunidad judía desapareció al término de la guerra. Los novecientos, al momento de nuestra visita, eran en su mayoría israelíes retornados. Todavía hoy no ha sido agredida por los rusos y acoge a miles de refugiados, muchos judíos, procedentes de las zonas en conflicto.


Los shtetel eran pequeñas villas habitadas en su mayoría por judíos ortodoxos ubicadas en toda Europa del Este. Se dedicaban al comercio y oficios (zapateros, lecheros, sastres y etc.) y al estudio del Talmud y la Torá. Muchos eran muy pobres y vivían de la caridad. Había más de cincuenta alrededor de Czernowitz: Novoseletz, Radauz, Sadagura, Wiznitz, Soroca…, nombres conocidos para muchos de los que van a leer esta historia porque sus padres llegaron desde ahí, a Venezuela.


Salimos manejando y cruzamos el río Prut. Nos adentramos en una región de estepas sembradas y carreteras bordeadas por árboles frondosos. Todo era verde. Con razón le dicen a Ucrania el granero de Europa. Viajando hacia el sur, nos aproximamos a la cordillera de los Cárpatos. El terreno se hizo montañoso y húmedo. Era el final de la primavera. Paramos en Sadagura. Visitamos la sinagoga de Israel Friedman, discípulo directo de Israel ben Eliezer, el Shem-Tov, creador del movimiento jasídico. La sinagoga tiene una soberbia reconstrucción producto de una inversión millonaria. Por supuesto que no había judíos en ese ni en ninguno de los pueblos de la antigua Bucovina, todos estaban habitados por ucranianos en relativa prosperidad. Sin embargo, peregrinan para la Pascua centenares de jasídicos cada año desde Israel. Friedman tenía una corte con pompa y esplendor que generó la envidia del zar Nicolás I, que lo puso preso por dos años con cargos inventados. Luego Wischnitz, en donde los nietos de Friedman fundaron una gran dinastía jasídica con fuerte presencia en Israel, Nueva York y Canadá.


Mi familia no era de la capital, era de un shtetel cualquiera de la periferia, Stanesti. En camino de regreso, nos dirigimos hacia allá por una carretera difícil con más huecos que la de Zaraza Anaco (un clásico venezolano, la peor que haya visto en mi vida).


Mi abuelo, Isaac “Aizic” Karpel, era próspero. Muy religioso. Seguía la tradición de los tiempos polacos. Vendía licor. Tenía una pequeña taberna en el extremo sur de su casa, más que suficiente para mantener a los nueve hijos que tuvo con mi abuela. A principio del año 1941, ante la inminente invasión alemana, los soviéticos se retiraron y con ellos deportaron a los más prominentes miembros de las comunidades judías “eliminando a los burgueses para mejorar la sociedad de los proletarios”. Ellos dicen que salvaron muchas vidas, pero les robaron la dignidad. Separaron a los hombres de las mujeres y niños. La abuela Ethel apareció con su hija mayor y sus dos niños más pequeños en Salahart, una población en Siberia, al norte del Círculo Polar. El viejo nunca llegó. En la familia, rodó la versión de que murió de hambre (tal vez) por preservar el kashrut (no lo creo). Una hija casada que vivía en la Polonia cercana fue asesinada junto con su esposo y sus dos hijos en los bosques cercanos por los Einsatzgruppen alemanes. Otra que vivía en Czernowitz fue enviada con su esposo a Transnistria y lograron sobrevivir. Dos varones migraron previamente a la Palestina del Protectorado Británico para contribuir con la fundación del Estado de Israel.

A mi mamá, un amorío a los dieciocho años la obligó a mudarse a casa de su hermano mayor, que vivía en Cuba. En el año 1939, antes de estallar la guerra, ella atracó en el puerto de La Habana en algún barco previo al famoso intento del St. Louis, con su carga, indeseada por el todo el mundo, de 937 judíos refugiados escapando del horror nazi.


En junio de 1941, fueron asesinados 137 miembros de la comunidad judía de Stanesti. ¡Los perpetradores fueron sus propios vecinos! Lo hicieron con sus instrumentos de trabajo, rastrillos, palas, martillos y machetes. Mi familia, en ese momento, ya no estaba en el lugar.


Finalmente, llegamos a Stanesti. Una sola calle principal, asfaltada. Las aledañas eran de tierra. Los campos, bien sembrados en los alrededores. Caía una llovizna. Encontramos la casa, nuestra casa. Grande, rectangular, de dos niveles. Era de la municipalidad. Había una biblioteca pública y, en el sitio de la taberna, una farmacia. El nivel superior estaba abandonado. Continuamos en la búsqueda del cementerio. Al agotarse una de las carreteras de tierra, tuvimos que continuar caminando a través de campo abierto, cultivado. A lo lejos, divisamos un recuadro perfectamente delimitado de una a dos hectáreas, más verde por la maleza alta y silvestre. Escondidas entre las ramas, estaban las sepulturas. Un cementerio judío en el medio de la nada. Imposible caminarlo. Vimos las tumbas de la periferia. Encontramos a un pariente, Peril Karpel. Todas las lápidas eran casi iguales. Las inscripciones, en alfabeto hebreo. Algunas, posiblemente de un cohén, tenían grabadas en relieve un par de manos cuyas palmas apuntaban hacia el frente y bendecían al visitante desde la eternidad.

 

Reflexiones finales

 

El hombre es el mayor enemigo del hombre (David Hume).

 

No existe ninguna razón que justifique persecuciones de ningún tipo y mucho menos un genocidio. Los pueblos evolucionan. Erradicar el antisemitismo dependerá de sus líderes, que reconozcan: “Sí, lo hicimos”. Así funcionó en Alemania. Allá no hay imágenes de Hitler. Está prohibido por la ley.

 

En Ucrania, antes de la Segunda Guerra Mundial, la población judía era de dos millones cien mil. Un millón y medio, el 70 %, fueron asesinados en el Holocausto nazi. Para el momento de mi visita, en el 2019, había doscientos ochenta mil, doscientos mil mixtos, pero considerados como judíos por el Estado de Israel y ochenta mil según la Halajá (leyes religiosas); entre esos, Volodímir Zelenski.

 

En una encuesta en el 2019, el Centro de Investigaciones Pew encontró que el 5 % de los ucranianos rechazaban a los judíos como ciudadanos del país en comparación con el 23 % de los lituanos, 22 % de los rumanos, 19 % de los checos, 18 % de los polacos y 14 % de los rusos y húngaros.

 

No puedo dejar de tenerles simpatía a los ucranianos cuando veo por televisión, en vivo, como se convirtieron en víctimas de crímenes de guerra, invadidos por los rusos sin ninguna razón. En el documental Winter on Fire, sobre las protestas del 2014, se observa la brutalidad policial con la que intentaron frenar las manifestaciones en Kiev, mucho peor que las represiones en Venezuela del 2014 y 2017; también la fiereza del enfrentamiento entre población civil y paramilitares. Hacen honor a su historia. No sorprende que se estén defendiendo como lo hacen ante la agresión actual.

 

Después de transitar la jornada desde Oleg hasta nuestro Volodímir de hoy, hubiera parecido muy difícil que en Ucrania hubiesen podido elegir a un presidente judío. La economía estancada, la corrupción y una guerra no resuelta en el este del país hicieron que escogieran a este joven outsider de la política gracias a su popularidad televisiva y a las redes sociales. Ganó el 21 de abril del 2019 y asumió el cargo el mismo mes de mi visita.

 

Zelenski resultó ser un líder heroico e inspirador no solo de Ucrania, también del mundo libre. Su diplomacia es franca. Lo demuestra en sus alocuciones y cuando declaró recientemente que la visita del canciller y el presidente de Alemania no sería bien recibida. Churchill hubiera hecho lo mismo.

 

En su mensaje ante el Kneset (Parlamento israelí), destacó a los justos ucranianos que protegieron a los judíos durante la ocupación nazi. Pero, se preguntarían muchos sobrevivientes del Holocausto, ¿y la complicidad mayoritaria de ese pueblo en aquellos crímenes? La narrativa del Kremlin de acusar de neonazis al Gobierno ucraniano es absurda, pero se basa en aquel colaboracionismo. Y señalar a un judío como Zelenski de ser nazi o, en su extremo, decir que Hitler tenía sangre judía equivale a acusar a los judíos de su propio genocidio. ¡Es el colmo del antisemitismo!

 

Alberto Salinas Karpel, cirujano en libre retiro

Miami, 6 de mayo del 2022 (año tercero de la pandemia, año de la reaparición de los crímenes de guerra)

 

Para Elisa.

 

P. D. El 27 de mayo de 1939 atracó en el puerto de La Habana, proveniente de Hamburgo, el buque trasatlántico St. Louis con 937 refugiados judíos, todos con visas. Solo veintiocho lograron bajar. En su viaje de regreso a Europa, intentaron desembarcar en EE. UU. y Canadá, en donde también fueron rechazados. 288 fueron aceptados en Inglaterra. El resto terminó su viaje en Amberes y la mitad de ellos fueron exterminados en campos de concentración. Poco antes, en febrero de 1939, dos buques, Caribia y el Koenigstein, zarparon también de Hamburgo con 251 pasajeros judíos escapando de la Alemania nazi. Después de habérseles negado refugio en Barbados, Trinidad y Guayana Francesa, atracaron en La Guaira. El asilo que solicitaron fue inmediatamente concedido por el presidente de Venezuela, Eleazar López Contreras. Fueron recibidos con entusiasmo y calidez.

 

Algunos judíos ucranianos célebres: León Trotski, Zeev Jabotinsky, Golda Meir, Sholem Aleijem, Vladimir Horowitz, Moshé Dayán, Menachem Schneerson, Mila Kunis y, por supuesto, Volodímir Zelenski.



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